«Antonio Machado murió en la habitación de un modesto hotel, en el pueblo francés de Collioure, tan solo unas semanas después de haber iniciado su exilio, en el helador febrero del treintaynueve. En el bolsillo de su chaqueta guardaba un papel con sus últimos versos: “Estos días azules y este sol de la infancia...”. En medio de la gran tragedia, Machado buscaba consuelo en los recuerdos de su niñez en un patio de Sevilla y en sus juegos en un huerto claro en donde florecía el limonero. También para mí los días felices son azules».

Con estas palabras inicia Víctor Juan Caspe. Mis días azules, un relato conmovedor, divertido y apasionante 
en el que recuerda al niño que fue, al niño que descubría el mundo, al niño que aún lo acompaña, y a las personas que hicieron de su infancia un tiempo feliz. 
Las experiencias de íctor Juan tienen un escenario concreto: Caspe, pero son tan universales como la ilusión de la noche de Reyes, los primeros días de escuela, la presencia protectora de nuestros abuelos, el silencio de la hora de la siesta, el misterio de la cigüeña, la ceremonia de tomar la fresca o la emoción de una sesión infantil de cine.